La primera vez que escuché sobre Pablo Montoya y su Tríptico de la Infamia, fue en la edición del 2015 del Hay Festival de Literatura en la ciudad de Cartagena de Indias. Estuve en tres de sus conferencias e intervenciones, donde la mayoría eran enfocadas a la novela histórica. Desde que lo vi y escuché en la primera charla, quedé fascinado por su palabra y sobre lo que expresaba él mismo y los otros panelistas sobre su novela. Montoya trasmite erudición y fascinación sólo en su discurso, como quedó más que demostrado en el discurso de aceptación del Premio Rómulo Gallegos 2015, precisamente por su novela, “Tríptico de la Infamia”. A continuación dejo en enlace del discurso:
Cuando escuché el título, pensé que ya lo había escuchado antes. Luego el mismo Montoya en una de sus intervenciones mencionó la Historia Universal de la Infamia de Jorge Luis Borges, y me percaté que mi memoria me había confundido. Montoya mencionó el texto de Borges como inspiración en el título.
“Tríptico de la Infamia” es una novela histórica densa, ágil, profunda, poética y rigurosa, entre otros más adjetivos, que se divide en tres partes. Tres partes, donde cada una tiene el nombre de tres artistas que vivieron épocas convulsas y de violencia entre Europa y la recién “descubierta” América y las guerras religiosas del siglo XVI: Jacques Le Moyne, artista, ilustrador, cartógrafo y pintor de Diepa, miembro de la expedición Jean Ribault al Nuevo Mundo, cuya labor era dibujar lo que veía, los paisajes, las personas, las acciones… el segundo, François Dubois, pintor de Amiens, autor de “La matanza de San Bartolomé”, una de las masacres durante las guerras de religión en Francia en el siglo XVI… Y finalmente el tercero, Théodore de Bry, orfebre, grabador y autor de Lieja.
En la primera parte con Le Moyne, nos embarcamos en la recién descubierta América, y observamos todo desde el punto de vista del artista. Le Moyne tiene una función dentro de esta expedición, y es dibujar lo que ve. Es testigo del terror y del atropello a una civilización ya existente, y al mismo tiempo parece ser el único que reconoce la belleza y las virtudes de los pobladores de América. Por ejemplo, uno de mis fragmentos favoritos de la parte de Le Moyne, cuando se maravilla con las pinturas y los colores de los indios en su cuerpo:
"... el pintor pudo concentrarse mejor en sus observaciones y trató de entender la novedad pictórica que se le develaba. El cuerpo para los indios, fue esta su primera conclusión, era como una gran tela que, a su vez, podía dividirse en diferentes espacios. No parecía ser lo mismo pintar sobre la espalda y el pecho, que hacerlo sobre los lóbulos de las orejas y las yemas de los dedos. Tal consideración fue volviéndose compleja en medio de una suerte de perplejidad sin pausa. Conque el cuerpo es para esto, pensaba el francés, mientras veían a un indio desnudo y tocado de líneas, círculos y rombos como un inmenso pavo real. Y existe para mostrarlo al modo de una obra itinerante..."
En la segunda parte, con François Dubois, el terror se traslada a la misma Europa. Pero aún así hay referencias al primer artista. Lo que inmediatamente nos hace pensar en el sentido cronológico que Montoya ideó para la selección de cada uno de los artistas. En uno de los episodios de la segunda parte Dubois habla sobre la obra de Le Moyne, al que llamaron posteriormente “El pintor de los indios”. Dubois se muestra incrédulo y argumenta lo loco que estaba Le Moyne al comparar su arte con el de esos indios del otro lado del continente:
“En alguna ocasión señalé, para gran molestia suya, que era demasiado desmedido comparar las pinturas corporales indígenas, de las que él mostró algunos motivos llevados en un cuaderno, con el arte que nuestros maestros ejercían en las iglesias y palacios. Mi opinión, en general, es que ambas expresiones no se pueden comparar. Jacques, en cambio, era incansable al decir que los indígenas manejaban el color mejor que nosotros y se mostraban más imaginativos. Pero, preguntaba yo incrementando su efervescencia, ¿conocen la perspectiva y la técnica del retrato y el desnudo? Incluso me tornaba irónico al suponer que Le Moyne pondría en el mismo nivel las largas declamaciones poéticas que hacían los nativos americanos, y que él decía haber escuchado de viva voz, con los vastos poemas de Homero, Virgilio y Dante”.
Pero también se observa, que gracias a Le Moyne y otros sobrevivientes también pudieron enterarse de la tragedia acontecida al otro lado del océano. Al igual que su relación y discusiones con el joven ministro Simon Goulart, que lo alentaba siempre a pintar el terror, porque era una forma de preservar la memoria.
“Goulart cree, por ejemplo, que es fundamental escuchar esas versiones del infortunio. Pero no solo escucharlas, sino escribirlas. Que se debe hacer hasta lo imposible para que se conozcan tales testimonios y queden como un registro para las generaciones futuras. Ese es el argumento, por lo demás, con el que el ministro intenta convencerme de que vuelva a pintar. Goulart piensa que el arte debe denunciar el desgarramiento que este siglo ha vivido. Yo me acomodo mejor, sin embargo, a la idea de que el verdadero artista siempre es ajeno a esas contingencias y logra salir adelante cuando enfrenta los enigmas de la belleza y su equilibrio. Goulart piensa que libramos una batalla religiosa y política posible de ganar. Yo creo que la única batalla que nos incumbe es aquella que muestra al hombre su propia locura y su desesperación, y que toda victoria en estos campos es engañosa. Goulart sostiene, y en ello es coherente con su oficio, que es posible reformar al mundo. Yo me aventuro a creer, aunque lo hago reservadamente, pues no ignoro la ciudad que habito, que allá cada quien con su credo y que ojalá algún día todos los hombres comprendieran de una vez por todas que es más sensato establecer en silencio y en soledad las conversaciones con Dios, y no pregonarlas como si fueran de interés comunal”.
“Cuando quería tomar distancia frente a lo que pintaba, dirigía mis pasos hacia el Sena. Ese río, que tiempo después se llenó de sangre, era el reflejo de mi recogida amplitud. Las barcas surcaban sus aguas y en sus remeros no reconocía ningún rasgo de Caronte como tampoco vinculaba su caudal con el que Dante describe en el círculo más recóndito del averno.
Empecé a entender que toda la ciudad es una moneda de caras simultáneas. Allí brota el ángel y allá el demonio. En este lado surge con una lucidez súbita la sabiduría y en este la bruma de la locura”.
Y en la tercera parte, con Théodore de Bry, siguiendo el orden cronológico de la obra, De Bry fue el grabador y autor de varias de las imágenes que se conocen hoy en día sobre la colonización y llegada a América. De hecho, se encargó del grabado de varios de los dibujos realizados por Jacques Le Moyne. De Bry también representa la reflexión sobre los horrores acontecidos al otro lado del océano, la vergüenza y el compromiso con la humanidad, la memoria y el pasado. Montoya se acoge a este personaje para plasmar también parte de su argumento propio, analizando algunas de sus obras, como los grabados religiosos de Adán y Eva o el Arca de Noé, donde el autor escarba en la posible simbología y crítica que de Bry supo plasmar en sus grabados. Al mismo tiempo que se reflexiona sobre algunas prácticas consideradas aborrecibles por los europeos de algunos nativos americanos, como el canibalismo.
“… Conozco algo de ella (selva) por los viajes que he hecho al Putumayo y a la Amazonia colombiana. Pero mi conocimiento de esos bosques vírgenes es vago, superficial y prejuicioso. No idealizo la selva ni la condeno. Simplemente es un vasto territorio que ignoro. A veces creo que esos árboles juntos y atravesados por ríos inmensos son la madre y padre de todas las cosas. El corazón, el cerebro, el alma, los pulmones del planeta…”
Y dentro de esta tercera parte de De Bry, hay un mini capítulo titulado “América”, que es bellísimo. Si pudiera lo pondría completo a continuación pero me representaría mucho trabajo, y es mejor que cada lector lo descubra de forma personal. Es un canto de De Bry sobre América, un continente al que nunca viajó pero que lo imaginó y vivió a través de sus lecturas y los dibujos que contemplaba de los viajeros y artistas de las expediciones.
“Sé que mi acercamiento a América y a sus hombres es limitado. Pero cuando pienso en lo que sucedió allá, concluyo que fue mejor no haber visitado ese continente. Me invade un consuelo, al saber que no toqué sus ínsulas y su tierra firme y que mis manos no se mancharon directamente del delito. Aunque Montaigne, me atrevo a creer, pensaba en una suerte de pedagogía dulce y progresiva para los indígenas, basada en ejemplos de orden moral y no religioso, considero más bien que ellos podrán acceder a la luz solo cuando Europa los deje a su libre albedrío…”
En síntesis, la novela tiene precisión y rigurosidad histórica, que nos muestra la ardua labor de Pablo Montoya en la investigación y construcción de esta novela. La búsqueda de los personajes, de la coherencia y la cronología; además de gran valor literario que tiene, entre las tres partes intercala entre la primera y tercera persona, en algunos capítulos el mismo Montoya interrumpe de forma sutil la narración y sigue toma voz propia en el relato, introduciendo aspectos del proceso de investigación que lo llevó a distintas ciudades y varios años. Pero además del manejo del tiempo y la voz narrativa, de la investigación y su rigor, y sus virtudes como ensayista, también se hace visible de forma brillante el del escritor virtuoso, hay partes tan hermosas, poéticas y bellamente escritas que fluyen como un río. Una recomendación al lector, aunque quizás haya partes complejas y densas, que necesiten de búsqueda de diccionario, no desistan y simplemente denle tiempo. Me parece una estupenda novela histórica, una novela de gran valor y un documento histórico necesario que todos deberíamos leer, para analizar y reflexionar sobre nuestro pasado, nuestra identidad y nuestras raíces.
(9/10)
A.S.B