Fiel a su estilo, el director vuelve a explorar los entresijos de la soledad, del cuerpo y de las emociones más íntimas del ser humano, a través de un metraje pausado y contemplativo, que nos hace sentir la densidad del tiempo y de un día. Con una predominancia en su bella fotografía de tonos azules vivos y fríos, que se mezclan con el verde de la naturaleza o el cálido colorido de las luces, logrando un constante contraste entre el espacio y la esencia de sus personajes y sus entornos.
Es de esas películas en la que se habla poco pero dicen mucho. Al inicio del filme hay un anuncio que dice que los subtítulos son innecesarios y no aparecerán por indicación del director, y nos prepara para lo que sigue. Es como un anuncio al abandono o a la entrega completa a la pantalla, y un llamado a la atención para los sentidos.
Lo que sigue, serán los silencios, los susurros, el sonido del agua, del viento, de los objetos, la interacción, el roce y el ruido de los pensamientos que se logran asomar en las miradas y los gestos de los personajes, y de la misma atmósfera. El director vuelve a contar con su fiel actor Lee Kang- Sheng, quien se vuelve a entregar a la experiencia y al espectador, que tiene acceso a su intimidad y a la de su joven compañero de reparto.
Hay fragmentos de cotidianidad y rituales, de oficios, de objetos, de acciones, de espacios (muy bien capturados desde distintos ángulos para ampliar la perspectiva) y de la materia de emociones de cada día: el dolor, la tristeza, la ternura, el deseo, la espera, el tiempo y el infalible amor. Una maravilla que invita al espectador con cierta delicadeza a perderse en ella, y el que lo logre será muy bien recompensado. Y a estar muy atentos, porque aunque no se menciona ninguna palabra que escuchemos o entendamos, hay muchas pistas sutiles que logran dibujar una de las historias de soledad y amor más bellas y sentidas de los últimos años.
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