Religión y construcción del mundo
Toda sociedad humana es una empresa de edificación de mundos. La religión ocupa un lugar destacado en esta empresa. Nuestro propósito principal, aquí, es emitir algunos juicios generales acerca de la relación entre la religión y la edificación humana de mundos. Pero, para que sea posible realizar esto de manera inteligible, es necesario elucidar la anterior afirmación acerca de la edificación de mundos por la sociedad. Para lograr esta elucidación es importante comprender la
sociedad en términos dialécticos.1
La sociedad es un fenómeno dialéctico en cuanto es un producto humano y nada más que un producto humano, que sin embargo reacciona constantemente sobre su productor. La sociedad es un producto del hombre. No tiene otra existencia que la que le conceden la actividad y la conciencia humanas. No puede haber ninguna realidad social fuera del hombre. Pero también puede afirmarse que el hombre es un producto de la sociedad. Toda biografía individual es un episodio de la historia de la sociedad, que la precede y la sobrevive. La sociedad existía antes que el individuo naciera, y existirá después de que muera. Más aun, es dentro de la sociedad, y como resultado de un proceso social, donde el individuo se convierte en una persona, adquiere y mantiene una identidad y lleva a cabo los diversos proyectos que constituyen su vida.
EI hombre no puede existir fuera de la sociedad. Las dos afirmaciones: que la sociedad es producto del hombre y que el hombre es producto de la sociedad, no son contradictorias. Más bien reflejan el carácter intrínsecamente dialéctico del fenómeno societal. Solo si se reconoce este carácter se comprenderá la sociedad en términos adecuados a su realidad empírica.2
El proceso dialéctico fundamental de la sociedad pasa por tres momentos, o etapas. Ellos son la externalización, la objetivación y la internalización. Solo si se comprenden juntos estos tres momentos puede alcanzarse una concepción empíricamente correcta de la sociedad. La externalización es el vuelco permanente del ser humano hacia el mundo, tanto en la actividad física como mental. La objetivación es la conquista por los productos de esta actividad,(también física y mental) de una realidad que se enfrenta con sus productores originales como una facticidad externa a ellos y diferente de ellos. La internalización es la reapropiación por los hombres de esa misma realidad, quienes la transforman nuevamente de estructuras del mundo objetivo en estructuras de la conciencia subjetiva. La sociedad llega a ser un producto humano por la externalización. Se convierte en una realidad sui generis por la objetivación. y es por la internalización por lo que el hombre es un producto de la sociedad.3
La externalización es una necesidad antropológica. El hombre, tal como lo conocemos empíricamente, no puede ser concebido fuera de su continuo vuelco hacia el mundo en el cual se encuentra. No puede comprenderse al ser humano como una criatura que se aísla dentro de sí misma, en alguna esfera cerrada de interioridad, para luego tratar de expresarse en el
mundo circundante. El ser humano se externaliza, por esencia y desde el comienzo.4 Este hecho antropológico básico se funda, muy probablemente, en la constitución biológica del hombre.5 E1 Homo sapiens ocupa una posición peculiar en el reino animal. Esta peculiaridad se manifiesta en la relación del hombre con su propio cuerpo y con el mundo. A diferencia de los otros mamíferos superiores, que nacen con uno organismo esencialmente completo, el hombre se halla curiosamente «inconcluso» al nacer.6 Los pasos esenciales en el proceso de «compIetar» el desarrollo del hombre, etapas que se “realizan" en el periodo fetal en los otros mamíferos superiores, se cumplen en el primer año posterior al nacimiento en el caso del hombre. Esto es, el proceso biológico de «convertirse en hombre» se realiza en un momento en que el infante se halla en interacción con un medio extraorgánico, que abarca tanto el mundo físico como el mundo humano del niño. Existe un fundamento biológico del proceso de «convertirse en hombre», en el sentido del desarrollo de la personalidad y la apropiación de la cultura. Los últimos desarrollos no se sobreimponen como mutaciones extrañas al desarrollo biológico del hombre, sino que se basan en él.
El carácter «inconcluso» del organismo humano al nacer se halla en íntima relación con el carácter relativamente no especializado de su estructura instintiva. El animal no humano entra en el mundo con impulsos muy especializados y firmemente orientados. Como resultado de ello, vive en un mundo que está determinado, de manera más o menos completa, por su estructura instintiva. Ese mundo está cerrado en lo que respecta a sus posibilidades; está programado, por así decir,
por la propia constitución del animal. Por consiguiente, todo animal vive en un medio que es específico de su especie particular. Existe un mundo de los ratones, un mundo de los perros, un mundo de los caballos, etc. Por el contrario, la estructura instintiva del hombre, al nacer, no está especializada ni dirigida hacia el medio específico de una especie. No existe ningún mundo del hombre, en el sentido indicado. El mundo del hombre se halla imperfectamente programado por su constitución interna. Es un mundo abierto. Es decir, es un mundo que debe ser moldeado por la propia actividad del hombre. Comparado con los otros mamíferos superiores, el hombre mantiene, así, una doble relación con el mundo. Como los otros mamíferos, se encuentra en un mundo que antecede a su aparición. Pero a diferencia de los otros mamíferos, este mundo
no está simplemente dado, prefabricado para él. El hombre debe hacerse un mundo. La actividad constructora de mundos del hombre, por lo tanto, no es un fenómeno biológicamente extraño, sino la consecuencia directa de la constitución biológica de aquel.
La situación del organismo humano en el mundo se caracteriza, pues, por una inestabilidad intrínseca. El hombre no encuentra una relación dada con el mundo, sino que debe incesantemente tratar de establecerla. La misma inestabilidad distingue a la relación del hombre con su propio cuerpo.7 Curiosamente, el hombre está «en desequilibrio» consigo mismo.
No puede permanecer internamente en reposo, sino que debe, de manera constante, llegar a un acuerdo consigo mismo mediante su expresión en la actividad. La existencia humana es un persistente «acto equilibrador» entre el hombre y su cuerpo, el hombre y su mundo. Otra manera de formular esto es decir que el hombre se halla constantemente en proceso de «ponerse al día consigo mismo». El hombre crea un mundo en este proceso. Solo en tal mundo creado por él mismo puede ubicarse y realizar su vida. Pero el mismo proceso que construye su mundo también «termina» su propio ser. En otras palabras, el hombre no sólo crea un mundo, sino que también se crea a sí mismo. Para decirlo con mayor precisión, se crea a sí mismo en un mundo.
En el proceso de construcción de un mundo, el hombre, por su propia actividad, especializa sus impulsos y logra la estabilidad. Biológicamente privado de un mundo de los hombres, construye un mundo humano. Este mundo, por supuesto, es la cultura. Su propósito fundamental es brindar a la vida humana las firmes estructuras de las que carece biológicamente. Se desprende de esto que esas estructuras creadas por el hombre nunca pueden alcanzar la estabilidad que distingue a las estructuras del mundo animal. La cultura, aunque se convierte para el hombre en una «segunda naturaleza», sigue siendo algo muy diferente de la naturaleza, precisamente porque es el producto de la propia actividad del hombre. Este debe crear y recrear de manera continua la cultura. Por ende, sus estructuras son intrínsecamente precarias y se hallan predestinadas al cambio. El imperativo cultural de la estabilidad y el carácter intrínsecamente inestable de la cultura plantean, juntos, el problema fundamental de la actividad constructora de mundos propia del hombre. Un poco más adelante nos ocuparemos con detalle considerable de sus implicaciones de largo alcance. Por el momento, baste decir que, si bien es necesaria la construcción de mundos, es muy difícil mantenerlos en funcionamiento.
La cultura consiste en la totalidad de los productos del hombre.8 Algunos de ellos son materiales; otros no lo son. El hombre elabora herramientas de todos los tipos concebibles, mediante las cuales modifica su medio físico y doblega la naturaleza a su voluntad. El hombre también crea el lenguaje y, sobre su base y por medio de él, un elevado edificio de símbolos que impregnan todos los aspectos de su vida. Hay buenas razones para pensar que la producción de la cultura no material ha marchado siempre a la par de la actividad del hombre en el plano de la modificación física de su medio.9 Sea como fuere, la sociedad, por supuesto, no es más que una parte de la cultura no material. La sociedad es ese aspecto de esta última que estructura las relaciones permanentes del hombre con sus semejantes.10 Como solo un elemento de la cultura, la sociedad comparte totalmente el carácter de esta de ser un producto humano. La sociedad se constituye y se mantiene por obra de seres humanos activos. No tiene ningún ser, ninguna realidad, aparte de esta actividad. Sus pautas, siempre relativas en el tiempo y el espacio, no se encuentran en la naturaleza ni pueden ser deducidas de una manera específica a partir de la «naturaleza del hombre». Si se quiere utilizar ese término para designar algo más que determinadas constantes biológicas, solo puede decirse que está en la «naturaleza del hombre» crear un mundo. Lo que en cualquier momento histórico particular aparece como la «naturaleza humana» es en sí mismo un producto de la actividad constructora de mundos del hombre. 11
Sin embargo, aunque la sociedad aparece como solo un aspecto de la cultura, ocupa una posición privilegiada entre las formaciones culturales del hombre. Esto responde a otro hecho antropológico básico, a saber, la esencial sociabilidad del hombre.12 El Homo Sapiens es un animal social. Esto significa mucho más que el hecho superficial de que el hombre siempre vive en colectividades y, en verdad, pierde su humanidad cuando se lo aísla de otros hombres. Mucho más importante es que la actividad constructora de mundos del hombre es, siempre e inevitablemente, una empresa colectiva. Si bien es posible, tal vez con fines heurísticos, analizar la relación del hombre con su mundo en términos puramente individuales, la realidad empírica de la construcción humana de mundos tiene siempre un carácter social. Juntos, los hombres fabrican herramientas, inventan lenguajes, adhieren a valores, crean instituciones, etc. No solo la participación individual en una cultura se realiza por un proceso social (a saber, el llamado proceso de socialización), sino que su existencia cultural permanente depende del mantenimiento de una organización social específica. La sociedad, por ende, no es solo un resultado de la cultura, sino una condición necesaria de esta. La sociedad estructura, distribuye y coordina las actividades constructoras de mundos de los hombres. Y solo en la sociedad pueden persistir en el tiempo los productos de estas actividades.
La comprensión de la sociedad como arraigada en la externalización del hombre, esto es, como producto de la actividad humana, reviste particular importancia si se considera el hecho de que la sociedad aparece ante el sentido común como algo muy diferente, como independiente de la actividad humana y como compartiendo el carácter inerte de lo dado que posee la naturaleza. Volveremos enseguida al proceso de objetivación que hace posible tal apariencia. Baste decir aquí que una de las conquistas más importantes de la perspectiva sociológica es su reiterada reducción de las entidades hipostasiadas que constituyen la sociedad en la imaginación del hombre común a la actividad humana de la cual son producto esas entidades y sin la cual no tendrían existencia en la realidad. La «materia» de la cual están hechas la sociedad y todas sus formaciones consiste en significados humanos externalizados en la actividad humana. Las grandes hipóstasis societales (tales como «la familia», «la economía», «el Estado», etc.) son reducidas nuevamente por el análisis sociológico a la actividad humana, que es su única sustancia subyacente. Por esta razón, es infructuoso que el sociólogo, excepto con fines heurísticos, aborde estos fenómenos sociales como si fueran, de hecho, hipóstasis independientes de la empresa humana que originalmente los produjo y sigue produciéndolos. En sí mismo, no tiene nada de erróneo que el sociólogo hable de instituciones, estructuras, funciones, pautas, etc. El peligro solo surge cuando las concibe, al igual que el hombre común, como entidades que existen en y por sí mismas, separadas de la actividad y producción humanas. Uno de los méritos del concepto de externalización, aplicado a la sociedad, es la prevención de esta suerte de pensamiento estático e hipostasiante.
Otra manera de expresar esto es decir que la comprensión sociológica debe siempre ser humanizadora, es decir, debe remitir las imponentes configuraciones de la estructura social a los seres humanos que las han creado.13 La sociedad, pues, es un producto del hombre basado en el fenómeno de la externalización, que a su vez se funda en la misma constitución biológica del hombre. Pero, tan pronto como hablamos de productos externalizados se supone que estos alcanzan cierto grado de diferenciación con respecto a su productor. Esta transformación de los productos del hombre en un mundo que no solo deriva del hombre, sino que también lo enfrenta como una realidad exterior a él mismo, es lo que quiere significar el concepto de objetivación. El mundo creado por el hombre se convierte en algo que está «allí afuera».
Consiste en objetos, materiales y no materiales, capaces de resistir los deseos de su productor. Una vez creado, este mundo no puede ser disipado de manera sencilla. Aunque toda cultura se origina y tiene sus raíces en la conciencia subjetiva de los seres humanos, una vez creada no puede ser reabsorbida a voluntad en la conciencia. Está fuera de la subjetividad del individuo, como un verdadero mundo. En otras palabras, el mundo creado por el hombre alcanza el carácter de realidad objetiva. Esta objetividad adquirida de los productos culturales del hombre la poseen tanto las creaciones materiales como las no materiales. Esto puede comprenderse fácilmente en el caso de las primeras. El hombre fabrica una herramienta, y mediante esta acción enriquece la totalidad de objetos físicos existentes en el mundo. Una vez elaborada, la herramienta tiene un ser propio que no puede ser modificado fácilmente por quienes la usan. En verdad, la herramienta (digamos, un implemento agrícola) hasta puede imponer la lógica de su ser a sus usuarios, a veces de una manera que puede no ser muy agradable para ellos. Un arado, por ejemplo, aunque es obviamente un producto humano, constituye un objeto externo, no solo en el sentido de que sus usuarios pueden caer sobre él y lastimarse, lo mismo que si cayeran sobre una roca, un tronco
o cualquier otro objeto natural, sino que también, y esto es más interesante, el arado puede obligar a sus usuarios a realizar su actividad agrícola –y tal vez otros aspectos de sus vidas- de una manera que se ajuste a su propia lógica y que quizá no haya sido buscada ni prevista por quienes originalmente lo elaboraron. Pero la misma objetividad caracteriza también a los elementos no materiales de la cultura. El hombre inventa un lenguaje y luego se encuentra con que tanto su habla como su pensamiento están dominados por su gramática. El hombre crea valores y descubre que se siente culpable cuando los viola.
El hombre construye instituciones que luego se enfrentan a él como poderosas estructuras controladoras y hasta amenazantes del mundo externo. Así, el cuento del aprendiz de brujo ilustra muy bien la relación entre el hombre y la cultura. Se ponen en movimiento los poderosos baldes creados mágicamente de la nada por el mandato humano. A partir de este punto comienzan a acarrear agua de acuerdo con una lógica inherente a su propio ser, que está lejos de ser totalmente controlada por el creador de los baldes, por decir lo menos. Es posible, como sucede en el cuento, que el hombre descubra una magia adicional para volver a someter a su control las poderosas fuerzas que ha desencadenado sobre la realidad. Pero este poder no es idéntico al que antes puso esas fuerzas en movimiento, Y también puede suceder, por supuesto, que el hombre se ahogue en la inundación que él mismo ha provocado.
Si se concede a la cultura el rango de la objetividad, esto tiene un doble significado. La cultura es objetiva en cuanto enfrenta al hombre con un conjunto de objetos del mundo real, que existen fuera de su conciencia. La cultura está allí. Pero la cultura también es objetiva en el sentido de que puede ser experimentada y aprehendida, por así decir, en compañía. La cultura está allí para todo el mundo. Esto significa que los objetos de la cultura (nuevamente, tanto los materiales como los inmateriales) pueden ser compartidos por otros. Esto los distingue en forma tajante de cualquier
construcción de la conciencia subjetiva del individuo solitario. Ello se hace obvio cuando comparamos una herramienta que pertenece a la tecnología de una cultura particular con algún utensilio, por interesante que sea, que aparezca en un sueño. Sin embargo, es más importante aún comprender la objetividad de la cultura como facticidad compartida en lo que respecta a sus constituyentes no materiales. El individuo puede soñar con cualquier número de ordenamientos institucionales, por ejemplo, que hasta pueden ser más interesantes y tal vez más funcionales aún que las instituciones admitidas realmente en su cultura. Mientras estos sueños sociológicos, por así decir, se limiten a la conciencia individual y no sean admitidos por otros, al menos como posibilidades empíricas, solo tendrán una existencia fantasmal. Por el contrario, las instituciones de la sociedad del individuo, por mucho que le disgusten, son reales. En otras palabras, el mundo cultural no solo es una creación colectiva, sino que también conserva su realidad en virtud de un reconocimiento colectivo. Existir en la cultura significa compartir un mundo particular de objetividades con otros.14
Las mismas condiciones, por supuesto, cumple ese sector de la cultura que llamamos sociedad. No basta, por lo tanto, decir que la sociedad tiene sus raíces en la actividad humana. También debe decirse que la sociedad se objetiva en la actividad humana, o sea, que la sociedad es un producto de la actividad humana, o sea, que la sociedad es un producto de la actividad humana que ha alcanzado el rango de realidad objetiva. El hombre experimenta las formaciones sociales como
elementos de un mundo objetivo. La sociedad está ante el hombre como una facticidad externa, subjetivamente opaca y coercitiva.15 En realidad, el hombre suele percibirla como algo virtualmente equivalente al universo físico, en cuanto a su presencia objetiva –como una «segunda naturaleza», en verdad-. La experimenta como algo dado «allí afuera», extraño a la
conciencia subjetiva e incontrolable por esta. Las representaciones de la fantasía solitaria ofrecen relativamente poca resistencia a la volición del individuo. Las representaciones de la sociedad son inmensamente más resistentes. El individuo puede soñar con sociedades diferentes e imaginarse en diversos contextos. Pero a menos que sufra de una locura solipsista, conocerá las diferencias entre esas fantasías y la realidad de su vida concreta en la sociedad, que le prescribe un contexto
comúnmente reconocido y se lo impone sin consideración a sus deseos. Puesto que el individuo encuentra la sociedad como una realidad externa a él, puede suceder a menudo que su funcionamiento esté más allá de su comprensión. No logra descubrir el significado de un fenómeno social mediante la introspección. Con tal fin, debe salir fuera de sí mismo y empeñarse en el mismo tipo, básicamente, de indagación empírica que se necesita para comprender cualquier cosa que se halle fuera de su mente. Y sobre todo, la sociedad se manifiesta por su poder coercitivo. La prueba final de su realidad objetiva es su capacidad de imponerse al rechazo de los individuos. La sociedad dirige, sanciona, controla y castiga la conducta individual. En sus más poderosas apoteosis (término que no ha sido elegido descuidadamente, como veremos más
adelante), la sociedad hasta puede destruir al individuo.
La objetividad coercitiva de la sociedad puede verse de manera más clara, por supuesto, en sus procedimientos de control social, esto es, en aquellos procedimientos dirigidos específicamente a «poner en línea» individuos o grupos recalcitrantes. Las instituciones políticas y legales pueden servir como ejemplos obvios de esto. Es importante comprender, sin embargo, que la misma objetividad coercitiva caracteriza a la sociedad en conjunto y se halla presente en todas las instituciones sociales, inclusive aquellas que se basaron en el consenso. Esto no significa (señalémoslo enfáticamente) que todas las sociedades no sean más que variantes de la tiranía. Lo que sí significa es que ninguna construcción humana puede ser llamada con propiedad un fenómeno social si no ha alcanzado ese grado de objetividad que compele al individuo a reconocerla como real. En otras palabras, el carácter coercitivo fundamental de la sociedad no reside en sus mecanismos de control social, sino en su poder para constituirse e imponerse como realidad. El caso paradigmático de esto es el lenguaje. Es improbable que alguien niegue, por muy lejos que esté del pensamiento sociológico, que el lenguaje: es un producto humano.
Todo lenguaje particular es el resultado de una larga historia de inventiva, imaginación y hasta caprichos humanos. Si bien los órganos vocales del hombre imponen ciertas limitaciones fisiológicas a su fantasía lingüística, no hay leyes de la naturaleza que puedan explicar el desarrollo, por ejemplo, de la lengua inglesa. Ni esta tiene categoría alguna en la naturaleza de las
cosas que no sea su categoría de producto humano. La lengua inglesa se originó en circunstancias humanas específicas, se desarrolló a lo largo de su historia por la actividad humana y solo existe en la medida en que haya seres humanos que continúen usándola y comprendiéndola. No obstante esto, la lengua inglesa se presenta al individuo como una realidad objetiva, que debe reconocer como tal o sufrir las consecuencias. Sus reglas están dadas objetivamente. Deben ser aprendidas por el individuo, como lengua materna o como lengua extranjera, y no las puede modificar a voluntad. Existen normas objetivas para determinar el inglés correcto y el incorrecto, y aunque pueda haber diferencias de opinión acerca de detalles secundarios, la existencia de tales normas es una condición para el uso del lenguaje, en primer lugar. Por supuesto, hay castigos para la violación de esas normas, castigos que van desde el fracaso en la escuela hasta las dificultades sociales en la vida posterior, pero a realidad objetiva de la lengua inglesa no está constituida primordialmente por esos castigos. La lengua inglesa tiene realidad objetiva en virtud del simple flecho de existir, de ser un universo del discurso ya creado y colectivamente reconocido dentro del cual los individuos pueden entenderse unos a otros y a sí mismos.16 La sociedad, como realidad objetiva, brinda al hombre un mundo para que lo habite. Este mundo abarca la biografía del individuo, que se desarrolla como una serie de sucesos dentro de ese mundo. En verdad, la biografía del individuo solo es objetivamente real en 1a medida en que puede ser ubicada dentro de las estructuras significativas del mundo social. Sin duda, el individuo puede tener cualquier número de autointerpretaciones muy subjetivas, que parecerán a otros curiosas o llanamente
incomprensibles. Sean cuales fueren estas autointerpretaciones, subsistirá la interpretación objetiva de la biografía del individuo que lo ubica en un marco de referencia reconocido colectivamente. Los hechos objetivos de esta biografía pueden determinarse al menos, consultando los documentos personales del individuo. El nombre. la ascendencia legal, la ciudadanía, el estado civil y la ocupación son solo algunas de las interpretaciones «oficiales» de la existencia individual, que tienen validez objetiva, no solo por la fuerza de la ley, sino también por la fundamental facultad de otorgar realidad que posee el cuerpo social. Más aún, el individuo mismo, a menos -nuevamente- que se encierre en un mundo solipsista apartado de la realidad
común, tratará de convalidar sus autointerpretaciones comparándolas con las coordenadas objetivamente disponibles de su biografía. Dicho de otro modo, la propia vida del individuo aparece como objetivamente real, para él mismo como para los otros, solo en cuanto está ubicada dentro de un mundo social que posee el carácter de una realidad objetiva.17
La objetividad de la sociedad se extiende a todos los elementos que la constituyen. Las instituciones, los roles las identidades existen como fenómenos con realidad objetiva en el mundo social, aunque ellos y este mundo sean al mismo tiempo creaciones humanas. Por ejemplo, la familia, como institucionalización de la sexualidad humana en una sociedad particular, es experimentada y aprehendida como una realidad objetiva. La institución está allí, exterior y coercitiva, imponiendo sus pautas definidas previamente sobre el individuo en este ámbito particular de su vida La misma objetividad tienen los rotes que se esperan del individuo en el contexto institucional mencionado, aunque pueda suceder que no le guste en particular su desempeño. Por ejemplo, los roles de marido, padre o tío están definidos objetivamente y se presentan como modelos para la conducta individual. Al desempeñar estos roles, el individuo llega a representar las objetividades institucionales de una manera que es aprehendida, por sí mismo y por otros, como separada de los «meros» accidentes de su existencia individual.18 Puede «ponerse» el rol, como objeto cultural, de manera análoga al hecho de «ponerse» un objeto
físico como vestimenta o adorno. Puede, además, conservar la conciencia de sí mismo como distinto del rol, que entonces se relaciona con lo que él considera su «yo real», como la máscara con el actor. Así, hasta puede decir que no le gusta realizar este o aquel detalle del rol, pero debe hacerlo contra su voluntad, porque así se lo dicta la descripción objetiva del rol.
Además, la sociedad no solo contiene un conjunto objetivamente disponible de instituciones y roles, sino también un repertorio de identidades dotadas del mismo status de realidad objetiva. La sociedad no solo asigna al individuo un conjunto de roles, sino también una identidad establecida. En otras palabras, no solo se espera que e individuo se desempeñe como marido, padre o tío, sino que sea un marido, un padre o un tío; y más básicamente aún, que sea un hombre, sea lo que fuere lo que implique «ser» esto en la sociedad en cuestión. Así, en última instancia, la objetivación de la actividad humana significa que el hombre es capaz de objetivar una parte de sí mismo dentro de su propia conciencia, y enfrentarse a sí mismo dentro de sí mismo en figuras que están por lo general disponibles como elementos objetivos del mundo social. Por ejemplo, el
individuo, como « yo real», puede desarrollar una conversación interna consigo mismo como arzobispo. En realidad, la socialización es posible, ante todo, solo por medio de tal diálogo interno con las objetivaciones de sí mismo.19
El mundo de las objetivaciones sociales, creado por la externalización de la conciencia, se enfrenta con esta como una facticidad externa. Se lo aprehende como tal. Esta aprehensión, sin embargo, no puede ser descripta todavía como internalización, como no puede describirse así la aprehensión del mundo de la naturaleza. La internalización es, más bien, la reabsorción en la conciencia del mundo objetivado, de manera tal que las estructuras de este mundo llegan a determinar las estructuras subjetivas de la conciencia misma. Es decir, la sociedad funciona ahora como el agente formativo de la conciencia individual. En la medida en que se ha realizado la internalización, el individuo aprehende ahora varios elementos del mundo objetivado como fenómenos internos de su conciencia, al mismo tiempo que los aprehende como fenómenos de la realidad externa.
Toda sociedad que persiste en el tiempo se enfrenta con el problema de transmitir sus significados objetivados de una generación a la siguiente. Se aborda este problema mediante los procesos de socialización, esto es, los procesos por los cuales se enseña a una nueva generación a vivir de acuerdo con los programas institucionales de la sociedad. Por supuesto, puede describirse psicológicamente la socialización como un proceso de aprendizaje. Se inicia a la nueva generación en los significados de la cultura, se le enseña a participar en sus tareas establecidas y a aceptar los roles y las identidades que constituyen su estructura social. Sin embargo, la socialización tiene una dimensión fundamental que no queda adecuadamente expresada al hablar de proceso de aprendizaje. El individuo no solo aprende los significados objetivados sino que también se identifica con los mismos y es moldeado por ellos. Los incorpora a su interior y los hace sus significados. Se convierte en alguien que no solo posee esos significados, sino que también los representa y los expresa. El éxito de la socialización depende del establecimiento de una simetría entre el mundo objetivo de la sociedad y el mundo subjetivo del individuo. Si imaginamos un individuo totalmente socializado, cada significado con existencia objetiva en el mundo social
tendría su significado análogo subjetivo dentro de la conciencia del individuo. Tal socialización completa es empíricamente inexistente y teóricamente imposible, aunque solo sea en razón de la variabilidad biológica de los individuos. Pero hay grados de éxito en la socialización. La socialización muy exitosa establece un alto grado de simetría entre lo objetivo y lo subjetivo,
mientras que las fallas de socialización dan origen a diversos grados de asimetría. Si la socialización no logra internalizar al menos los significados más importantes de una sociedad dada, esta se hace difícil de mantener como empresa viable.
Específicamente, tal sociedad no se hallaría en condiciones de establecer una tradición que asegurara su persistencia en el tiempo. La actividad constructora de mundos del hombre es siempre una empresa colectiva. La apropiación interna de un mundo por el hombre debe también realizarse en una colectividad. Hoy es ya un lugar común de las ciencias sociales decir que resulta imposible llegar a convertirse en un ser humano, en cualquier forma empíricamente reconocible que vaya más allá de las observaciones biológicas, como no sea en sociedad. Esto resulta menos común si se agrega que la internalización de un mundo depende también de la sociedad, pues con esto se afirma que el hombre es incapaz de concebir su experiencia de una manera ampliamente significativa a menos que tal concepto se le transmita por medio de procesos sociales. Los procesos que internalizan el mundo socialmente objetivado son los mismos que internalizan las identidades socialmente asignadas. El individuo es socializado para que sea una persona determinada y habite un mundo determinado. La identidad subjetiva y la realidad subjetiva surgen en la misma dialéctica (entendida aquí en el sentido etimológico literal) entre el individuo y esos otros significativos que están a cargo de su socialización.20 Es posible resumir la formación dialéctica de la identidad diciendo que el individuo se convierte en aquello que es considerado por los otros. Podríamos agregar que el individuo se apropia del mundo en conversación con otros y, además, que tanto la identidad como el mundo son reales para él solo en la medida en que puede continuar esta conversación.
Este último punto es muy importante, pues implica que nunca puede completarse la socialización, que debe haber un proceso que se mantiene a lo largo de toda la vida del individuo. Ese es el lado subjetivo de la ya señalada precariedad de todos los mundos construidos por el hombre. La dificultad de mantener un mundo en funcionamiento se expresa psicológicamente en la dificultad para hacer que este mundo siga siendo subjetivamente plausible. Se construye el mundo en la conciencia del individuo por la conversación con otros significativos (tales como padres, maestros, «pares»). Se mantiene el mundo como realidad subjetiva por el mismo tipo de conversación, sea con otros significativos análogos o diferentes (tales como esposas, amigos u otras relaciones). Si tal conversación se interrumpe (si la esposa muere, los amigos desaparecen o se abandona el medio social original), el mundo comienza a derrumbarse, a perder su plausibilidad subjetiva. En otras palabras, la realidad subjetiva del mundo depende del fino hilo de la conversación. La razón por la cual la mayoría de nosotros no tenemos, durante la mayor parte del tiempo, conciencia de esta precariedad es la continuidad de nuestra conversación con otros significativos. El mantenimiento de esta continuidad es uno de los imperativos fundamentales del orden social.
La internalización, pues, implica que la facticidad objetiva del mundo social se convierte también en una facticidad subjetiva. El individuo encuentra las instituciones como datos del mundo objetivo exterior a él, pero ahora son también datos de su propia conciencia. Los programas institucionales establecidos por la sociedad tienen realidad subjetiva en forma de actitudes, motivos y proyectos de vida. EI individuo se apropia de la realidad de las instituciones junto con sus roles y su identidad. Por ejemplo, el individuo se apropia como realidad de las particulares regulaciones deI parentesco en su sociedad. Ipso facto adopta los roles que se le han asignado en este contexto y aprehende su propia identidad en términos de esos roles. Así, no solo desempeña el papel de tío, sino que es un tío. Tampoco quiere ser otra cosa, si la socialización fue bastante afortunada. Sus actitudes hacia otros y los motives de sus acciones concretas son endémicamente avunculares. Si vive en una sociedad que ha establecido la categoría «tío» como institución de fundamental importancia (no la nuestra, sin duda, sino la mayoría de las sociedades matrilineales), concebirá toda su biografía (pasada, presente y futura) en términos de su vida como tío. En verdad, hasta puede sacrificarse por sus sobrinos y derivar consuelo del pensamiento de que su vida se continuará en ellos. El mundo socialmente objetivado es aún aprehendido como facticidad externa. Los tíos, hermanas y sobrinos existen en la realidad objetiva, comparables en cuanto a facticidad con las especies animales o con las rocas. Pero este mundo objetivo es también aprehendido ahora como una plena significatividad subjetiva. Su opacidad inicial (por ejemplo, para el niño, que debe aprender la ciencia de ser tío) se ha convertido en una transparencia interna. El individuo puede ahora mirar dentro de sí mismo y, en las profundidades de su ser subjetivo, puede «descubrirse» como tío. Al llegar a este punto, suponiendo siempre un cierto grado de socialización exitosa, la introspección se convierte en un método viable para descubrir significados institucionales.21
El proceso de internalización siempre debe ser entendido como solo un momento del proceso dialéctico mayor, que también incluye los momentos de la externalización y la objetivación. Si no se procede de tal modo, surge un cuadro de determinismo mecanicista en el cual el individuo es creado por la sociedad como la causa crea el efecto en la naturaleza. Tal cuadro es una deformación del fenómeno societal. No solo la internalización forma parte del proceso dialéctico mayor de este último, sino que la socialización del individuo también se produce de manera dialéctica.22
El individuo no es moldeado como un objeto pasivo e inerte. Por el contrario, se lo forma en el curso de una prolongada conversación (un proceso dialéctico, en el sentido literal de la palabra) de la que él es un participante. Esto es, el individuo no absorbe pasivamente el mundo social (con sus instituciones, roles e identidades apropiadas), sino que se lo apropia .de manera activa. Además, una vez que el individuo se ha formado como persona, con una identidad objetiva y subjetivamente reconocible, debe continuar participando en la conversación que lo sustenta como persona en su biografía en marcha. Vale decir que el individuo continúa siendo un coproductor del mundo social, y por ende de si mismo. Por pequeño que sea su poder para cambiar las definiciones sociales de la realidad, debe al menos continuar asintiendo a aquellas que lo
determinan como persona. Aunque niegue esta coproducción (digamos, como sociólogo o psicólogo positivista), lo mismo sigue siendo un coproductor de su mundo y, en verdad,. su negación de este hecho entra en el proceso dialético como factor formativo, tanto de su mundo como de si mismo. Una vez más, puede tomarse la relación del individuo con el lenguaje como
un paradigma del proceso dialéctico de la socialización. El lenguaje se presenta ante el individuo como una facticidad objetiva. Se lo apropia subjetivamente entrando en una interacción lingüística con otros. Pero en el curso de esta interacción, inevitablemente lo modifica, aunque (por ejemplo, como gramático formalista) niegue la validez de estas modificaciones.
Además, su continua participación en el lenguaje forma parte de la actividad. humana, que es la única base ontológica de dicho lenguaje. Este existe porque él y otros continúan empleándolo. Para decirlo de otra manera, tanto con, respecto al lenguaje como con respecto al mundo socialmente objetivado en conjunto, puede decirse que el individuo sigue «contestando» al mundo que lo formó y, de este modo, continúa manteniendo la realidad de este. Tal vez ahora pueda comprenderse la afirmación de que el mundo construido socialmente es, por sobre todas las cosas, un ordenamiento de la experiencia. Un orden significativo, o nomos, se impone a las experiencias y significados discretos de los individuos.23 Decir que la sociedad es una empresa constructora de mundos equivale a afirmar que es una actividad ordenadora, o reguladora. Como ya hemos indicado, e fundamento de esto se encuentra en la constitución biológica del Homo sapiens. El hombre, a quien se le han negado en el plano biológico los mecanismos ordenadores de los que están dotados otros animales, se ve compelido a imponer su propio orden a la experiencia. El carácter social del hombre presupone el carácter colectivo de esta actividad ordenadora. El ordenamiento de la experiencia es propio de todo tipo de interacción social. Cada acción social implica que el significado individual está dirigido hacia otros y la permanente interacción social implica que los diversos significados de los actores se integran en un orden de significado común.24 Sería erróneo suponer que esta consecuencia reguladora de la interacción social debe crear, desde el comienzo, un nomos que abarque todas las experiencias y significados discretos de los individuos participantes. Si cabe imaginar una sociedad en sus comienzos (algo
que, por supuesto, no se da empíricamente), podemos suponer que el ámbito del nomos común se expande a medida que la interacción social llega a abarcar áreas aún más vastas de significado común. No tiene sentido suponer que este nomos llegará alguna vez a incluir la totalidad de los significados individuales. Así como no puede haber ningún individuo totalmente socializado, así también habrá siempre significados individuales que permanezcan fuera del nomos común o sean marginales con respecto a este. En verdad, como veremos un poco más adelante, las experiencias marginales de los individuos son de considerable importancia para la comprensión de la existencia social. Con todo, existe una lógica intrínseca que impele a todo nomos a expandirse a áreas más amplias de significación. Si bien la actividad ordenadora de la sociedad nunca alcanza la to
talidad,. no obstante esto se la puede describir como totalizadora.25
EI mundo social constituye un nomos, tanto objetiva como subjetivamente El nomos objetivo está dado en el proceso de objetivación como tal. Puede verse fácilmente que el hecho del lenguaje, aún considerado de manera aislada, es la imposición del orden a la experiencia. EI lenguaje regula imponiendo diferenciaciones y estructuras al flujo continuo de la experiencia. Cuando se nombra un elemento de la experiencia ipso facto se lo saca de ese flujo y se le da estabilidad como la
entidad así nombrada. El lenguaje, además, suministra un orden fundamental de relaciones mediante la adición al vocabulario de la sintaxis y la gramática. Es imposible usar el lenguaje sin participar en este orden. Puede decirse que todo lenguaje empírico constituye un nomos en formación o, con igual validez, que es la consecuencia histórica de la actividad reguladora
de muchas generaciones de hombres. El acto regulador original consiste en decir que un elemento es esto, y por ende no aquello. Como a esta incorporación original del elemento en un orden que incluye otros elementos le siguen designaciones lingüísticas más definidas (el elemento es masculino y no femenino, singular y no plural, un sustantivo y no un verbo, etc.), el acto regulador tiende a un orden que abarque todos los elementos que puedan ser objetivados lingüísticamente, esto es, tiende a un nomos totalizador.
Sobre el cimiento del lenguaje, y por medio de él, se construye el edificio cognoscitivo y normativo que es considerado como el «conocimiento» por una sociedad. En lo que «sabe», toda sociedad impone un orden común de interpretación a la experiencia que se convierte en «conocimiento objetivo» por medio del proceso de objetivación que ya hemos mencionado. Solo una parte relativamente pequeña de este edificio está constituido por teorías de uno u otro tipo, aunque el «conocimiento» teórico es de particular importancia porque habitualmente contiene el conjunto de las interpretaciones «oficiales» de la realidad. La mayor parte del «conocimiento» objetivado socialmente es preteórico. Consiste en esquemas interpretativos, máximas morales y colecciones de la sabiduría popular que el hombre común comparte frecuentemente con los teóricos. Las sociedades varían en el grado de diferenciación de sus corpus de «conocimiento». Sean cuales fueran esas variaciones, toda sociedad brinda a sus miembros un corpus objetivamente disponible de «conocimiento».
Participar en la sociedad es compartir su «conocimiento», vale decir, cohabitar su nomos.
El nomos objetivo se internaliza en el curso de la socialización. Así, el individuo se lo apropia para convertido en su propio ordenamiento subjetivo de la experiencia. En virtud de esta apropiación el individuo puede llegar a dar sentido a su biografía. Ordena los elementos discrepantes de su vida pasada en términos de lo que «conoce objetivamente» acerca de su propia condición y la de otros. Integra su constante experiencia en el mismo orden, aunque este quizá deba ser modificado para permitir tal integración. El futuro adquiere una forma significativa porque se proyecta en él ese mismo orden. Dicho de otra manera, vivir en el mundo social es vivir una vida ordenada y significativa. La sociedad es el guardián del orden y el significado, no solo en el plano objetivo. en sus estructuras institucionales, sino también en el subjetivo, en su estructuración de la conciencia individual.
Es esta la razón por la cual la separación completa del mundo social, o anomia, constituye una amenaza tan grande para el individuo.26 No solo porque el individuo pierde en tales casos vínculos emocionalmente satisfactorios, sino también porque pierde su orientación en la experiencia. En los casos extremos, hasta pierde su sentido de realidad e identidad. Se
hace anómico en el sentido de quedar sin mundo. Del mismo modo que el nomos del individuo se construye y sustenta en conversación con otros significativos, así también el individuo se sumerge en la anomia cuando tal conversación se interrumpe de manera radical. Las circunstancias de esta alteración nómica pueden, por supuesto, variar. Pueden abarcar grandes fuerzas colectivas, como la pérdida de status de todo el grupo social al que pertenece el individuo. Pueden ser más
limitadamente biográficas, como la pérdida de otros significativos por la muerte, el divorcio o la separación física. Es posible, pues, hablar tanto de estados colectivos como individuales de anomia. En ambos casos, el orden fundamental en términos del cual el individuo puede «dar sentido» a su vida y reconocer su propia identidad se hallará en vías de desintegración. No
solo el individuo comenzará a perder su orientación moral, con desastrosas consecuencias psicológicas, sino que también quedará en la incertidumbre en lo que respecta a su equipo cognoscitivo. El mundo comienza a vacilar en el instante mismo en que empieza a menguar su conversación sustentadora.
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