Última novela publicada por primera vez en 1972 por Eudora Welty, otra de las Damas del Sur de la Literatura Norteamericana, galardonada con el prestigioso Premio Pulitzer en 1973. Parecerá increíble, que sólo hasta el 2009 fue editada y desvelada al público de habla hispana por primera vez, gracias a la editorial Impedimenta.
“La Hija del Optimista”, inicialmente iba a ser un relato corto de la autora, quien posteriormente decidió alargarlo y convertirlo en la novela que hoy podemos leer. Cuenta la historia de Laurel, quien es el eje central de la narración, es la hija del optimista, una mujer madura, que regresa a Nueva Orleans debido al llamado de su propio padre, el juez McKelva, un hombre independiente y autosuficiente, que está a punto de ser operado de la vista. Su hija, extrañándose de la llamada de su padre por tan simple operación, asiste sin pensarlo dos veces. Al llegar a su pueblo, Laurel también se internará inmediatamente en su pasado, plagado de objetos, flores, olores, colores y personales particulares, como su madrastra Fay, una mujer mucho menor que su padre, casi de la misma edad de Laurel, con una actitud orgullosa e imponente.
Con todos esos elementos, tenemos todos los ingredientes para un tremendo melodrama sureño… Acostumbrados al drama puro y a la intensidad en diálogos, Eudora Welty nos responde con silencios, prolongados silencios y cavilaciones, enormes monólogos internos, descripciones y cuestionamientos, de un narrador externo que es capaz de leer con gran fidelidad las almas de sus atormentados personajes… quien no es otra que la misma Eudora Welty… Nos pone un enorme freno, lo que quizás puede hacer que algunos lectores se aburran en las primeras páginas por el impacto del cambio en la narración, con respecto a nuestra anterior autora Carson McCullers… Por lo tanto, el libro de Welty requiere un esfuerzo a la sabia paciencia, a la contemplación y el deleite en hallar la poesía de lo cotidiano y en lo aparentemente inane. Toda la narración, es desde la perspectiva de Laurel, quien nos interna poco a poco, en su pasado, en sus recuerdos, sus nostalgias y sus añoranzas.
Aunque mantiene similitudes con Carson McCullers, por la atmósfera de ese sur, que tan bien supieron describir y desentrañar… desde los mínimos cambios en el clima, como en el de sus propios personajes… con Welty entramos a un terreno de pleno realismo y narración introspectiva, con un cuidadoso narrador omnisciente que se camufla en las distintas voces y ritmos narrativos de la lectura… Welty, tampoco siente la necesidad de introducir personajes extraños a la trama, como McCullers lo hace… en Welty todo es real, íntimo y humano… Y lo mismo humano, después de conocerlo a profundidad, gracias a la historia, se nos desdibuja y se nos hace extraño y grotesco…
El libro tiene varios momentos de vital importancia donde se centran partes cruciales de la acción; desde el hospital, con el médico, las enfermeras, las discusiones, las lecturas de Laurel a su padre, los arranques de Fay, en fin…. Siguiendo con el momento del velorio, donde frente al cadáver del juez se tornan diversas discusiones o charlas, donde destaca la de Laurel con sus amigas, quienes pretenden distraerla con el chisme y la habladuría… personalmente me sucedió algo curioso en esa parte, y es que ya estaba metido tanto en el personaje de Laurel, que me molestaron un poco esos chismes, y leí esa parte un poco rápido como si estuviese desesperado, fastidiado, o como si no quisiera escuchar… Y que un autor logre hacer sentir de esa forma al lector, me parece muy destacable. Además, que dentro de esas discusiones se representan diversos elementos, como las costumbres y los comportamientos de los pueblos del sur. Y otro de los momentos de vital importancia, y uno de mis favoritos, es en el tramo final, cuando Laurel se enfrenta directamente con el recuerdo de su madre, en el escenario de su casa… a la vez que surgen los recuerdos de todos los muertos, su propio esposo, que falleció en la Segunda Guerra Mundial, y el de su propio padre. Toda esa escena inducida por la bella imagen de un pájaro que se interna en la casa y la lleva a trasladarse justamente al lugar de los más íntimos recuerdos.
Otro aspecto a destacar, es que toda la narración transcurre con constante calma y cuidado, que va acorde a la misma mirada que Laurel tiene de las cosas y de reaccionar frente a los acontecimientos que se le presentan. Sólo alcanzando un punto fuerte hacia el final, donde confronta por primera vez a su vil madrastra… que ignoró o trató de ignorar durante la mayoría del recorrido…
Eudora Welty escribió esta novela, como se menciona en el prólogo, no teniendo la edad de Laurel, sino ya estando más cercana a la edad del juez… Lo que se aprecia en la sabiduría de su prosa, en su conocimiento del ser humano y de la vida misma… Su paseo por temas como la muerte, el recuerdo y el olvido, son tratados con gran conocimiento de la causa… Además, hay que recordar que antes de ser novelista, Welty era fotógrafa, por lo que podemos comprender su obsesión por atrapar momentos plagados de descripciones... La Hija del Optimista, está repleta de escenas y personajes descritos con detalle y cuidado, en la misma naturalidad de la prosa que evoca a la sencillez, pero que poco a poco se van develando distintos matices que lo hacen ver más complejos, como en realidad somos los seres humanos… que para conocer realmente su contenido, se necesita atisbar más de una vez, con paciencia…
Cada vez que leemos una novela, es inevitable realizar comparaciones y establecer relaciones con otros escritos que hemos leído… Debo decir que la novela de Welty me llevó a evocar en momentos a Alice Munro, en el detalles de las descripciones de situaciones cotidianas, y la nobel canadiense no ha ocultado su gran influencia en Welty, pero en el argumento, la descripción y el tratamiento del tema, me recordó a Los Muertos, uno de los cuentos de Joyce, en su recopilación titulada “Dublineses”… llevada al cine de forma magistral por John Huston… preciso el mismo que adaptó la obra de McCullers, “Reflejos en un ojo dorado”.
Y para finalizar, si puedo sintetizar en pocas palabras el gran logro de la novela de Welty, debo decir que “describir de forma tan sencilla las complejidades de la vida y del ser humano”.
9/10
A continuación, algunos de mis fragmentos favoritos:
«Qué cargas imponemos a los moribundos», pensó Laurel ahora, mientras escuchaba cómo se derramaba la lluvia sobre el tejado: «Intentamos hallar alguna cosita que nos pueda consolar cuando ellos ya no están... Algo que resulta tan difícil de conservar como de hallar: la durabilidad de los recuerdos, la prevención contra el daño que nos puedan hacer, la autosuficiencia, los buenos deseos, la confianza en los demás.»
“El misterio, pensó Laurel, no radica en lo poco que conocemos a quienes nos rodean, sino quizás en lo mucho que los conocemos realmente”.
—Juez Mac —contestó el doctor Courtland—, he conseguido que me haga este favor el doctor Kunomoto, de Houston. Ya sabe, fue mi profesor. Ahora utiliza un método más radical, y puede coger un avión y presentarse aquí pasado mañana...
—¿Para qué? —preguntó el juez—. Nate, me he decidido a salir de casa, y a abandonar mis comodidades, y a venir a este sitio, y a ponerme en tus manos por una sola razón: confío en ti. Así que demuéstrame que todavía no soy tan viejo como para haber perdido el buen juicio.
—Muy bien, señor; entonces se hará como usted quiere —dijo el doctor Courtland, levantándose. Y añadió—: Señor, ¿sabe usted que, en todo caso, esta operación no es cien por cien segura?
—Bueno, soy un optimista.
—No sabía que quedaran individuos de esa especie —dijo el doctor Courtland.
—Nunca pienses que ya lo has visto todo —se burló el juez McKelva. Respondió a la sonrisa del doctor con una carcajada que fue como el gruñido de triunfo de un viejo cascarrabias. El doctor Courtland, cogiendo las gafas que el juez sostenía en sus rodillas, amablemente se las volvió a colocar sobre la nariz.
¿Quieres saber por qué esta tabla del pan, ésta precisamente, me resulta tan valiosa? Te lo diré. Es porque la hizo mi marido.
—¿Que la hizo? ¿Y para qué?
—¿Tú sabes qué es hacer las cosas por amor? Mi marido la hizo para mi madre, para que tuviera una buena tabla. Phil le hizo este regalo... Fabricó la tabla con sus propias manos. Y la lijó, la pulió, la encoló, le puso el mango... Está hecha a la perfección. Mírala, está todavía tan plana como una regla. Perfectamente ensamblada... Bien apretada, cada borde...
—Me importa un bledo —dijo Fay.
Yo misma vi cómo la hacía. Era el único de la familia que tenía habilidades manuales. A su lado, nosotros éramos un hatajo de inútiles... Aunque eso era lo que nos unía y nos mantenía juntos. Cuando mi madre vio esta tabla, lo bendijo. Decía que era sólida, y preciosa, y que era perfecta para lo que necesitaba, y enseguida le encontró un lugar en su cocina.
—Pues ahora es mía —dijo Fay.
—Pero yo soy la única que puede conservarla... —dijo Laurel.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Que te la regale?
—Me la voy a llevar a Chicago.
—¿Qué te hace pensar que te dejaré? ¿Cómo es que te has vuelto tan descarada de repente?
—¡Porque he encontrado la tabla! —gritó Laurel. La cogió con las dos manos y la apretó contra su pecho.
—¡Vaya, señorita Laurel! —dijo Fay—. ¿Qué dirían todos si te vieran ahora? ¿Estás diciendo que te la llevarías de la casa así? ¡Pero si está más sucia que un pecado!
—Creo que puedo quitarle esa suciedad.
—Bueno, si quieres despellejarte las manos...
—Las cicatrices que tiene son otra cosa... Pero al menos lo intentaré...
—Y qué vas a hacer con ella cuando la hayas arreglado? —dijo Fay en tono burlón.
—Intentaré hacer pan. Esta noche pasada, gracias a Dios, encontré la receta de mi madre... Escrita de su puño y letra...
—Pero si todo el pan sabe igual, ¿no?
—Eso es porque tú nunca probaste el pan de mi madre. Creo que yo también podría hacer un buen pan de molde... Podría intentarlo.
—Y quién se lo comería contigo? —dijo Fay.
—A Phil le encantaba el pan. Le encantaba el buen pan. Partir una rebanada de pan de molde y comerla caliente, recién sacada del horno —dijo Laurel.
Fantasmas. E irónicamente se vio a sí misma, caminando por la casa con un aire tan resuelto como Fay durante el día del funeral. Desde luego, tenían que verse... Era absurdo suponer que no se encontrarían allí cuando todo acabase. No es que a Laurel se le hubiera hecho tarde; es que Fay había venido demasiado pronto, y justo a tiempo. Porque, tal y como lo veía Laurel, hay odios que son como los amores, que se unen a nosotros y continúan con nosotros durante toda la vida. Pensó en Phil y en los kamikazes que pasaban tan cerca que se les podía dar la mano.
—¿Tu marido? Y qué tiene que ver él en esto? —preguntó Fay—. Está muerto, ¿no?
Laurel cogió la tabla del pan con las dos manos y la levantó, amenazando a Fay.
—¿Con eso me vas a golpear? Una tabla del pan vieja y sucia: ¿eso es todo lo que has podido encontrar?
Laurel sujetó la tabla con firmeza. La sostenía sobre su cabeza, pero durante un instante pareció que era la tabla lo que la sostenía a ella, en medio de una corriente de aguas turbulentas, para evitar que se hundiera donde todos los demás habían sucumbido antes.
Desde el salón llegó un débil zumbido, y entonces sonaron las doce. Laurel bajó lentamente la tabla y la sujetó a la altura del pecho, haciendo un parapeto entre ambas.
—Voy a decirte una cosa: has estado a punto de hacer el ridículo —dijo Fay—. Has estado a punto de golpearme con esa tabla. Pero no pudiste hacerlo. No sabes pelear. —Y la miró con los ojos entrecerrados—. Yo tuve toda una familia para enseñarme.
Pero, por supuesto, Laurel lo comprendió de otro modo: era Fay la que no sabía cómo luchar. Porque Fay no poseía en su interior la fuerza de la pasión o de la imaginación, y no tenía modo de apreciarla o de obtenerla de los demás. Los demás, con sus vidas, seguramente también eran invisibles para ella. Para encontrarlos, ella sólo podía arremeter contra ellos armada con sus pequeños puños y dar manotazos al azar, o escupir con aquella pequeña boca suya. No podía luchar contra una persona sensible del mismo modo que jamás podría amarla.
—Creo que infravaloras a todo el mundo —dijo Laurel.
Había estado a punto de hacerle daño a Fay. Había querido hacerle daño, y se había sentido capaz de seguir adelante. Pero así de extraños son los pensamientos: había sido el recuerdo del pequeño Wendell lo que lo había impedido.
—No sé por qué estás armando tanto escándalo. ¿Qué ves en esa tabla? —preguntó Fay.
—La historia completa, Fay. El pasado absoluto.
—¿La historia de quién? ¿El pasado de quién? Desde luego, el mío no —dijo Fay—. El pasado no es cosa mía. Yo pertenezco al futuro, ¿no lo sabías?
Y a Laurel se le ocurrió que Fay seguramente ya le estaba siendo infiel a la memoria de su padre.
—Ya sé que no tienes nada que ver con el pasado —dijo—. Ya ni siquiera puedes cambiarlo.
«Ni yo tampoco, ni yo tampoco puedo», pensó, «aunque el pasado lo había sido todo y lo había representado todo para mí. Ahora, el pasado ya no puede ayudarme ni hacerme daño, no más que mi padre en su ataúd. El pasado es como él, insensible, y jamás podrá despertar. Es el recuerdo lo que actúa como un sonámbulo. Regresará con sus heridas abiertas desde cualquier rincón del mundo, como Phil, llamándonos por nuestros nombres y exigiéndonos esas lágrimas a las que tienen derecho. El recuerdo no será nunca insensible. Al recuerdo sí se le pueden infligir heridas, una y otra vez. En ello puede residir su victoria final. Pero del mismo modo que el recuerdo es vulnerable en el presente, también vive en nosotros, y mientras vive, y mientras tengamos fuerzas, podremos honrarlo y darle el trato que merece.»
Desde el exterior, en la puerta principal, se escuchó el ruido de un coche que se acercaba y el sonido de la bocina de las damas de honor.
—Llévatela —dijo Fay—. Así tendré una cosa menos que tirar.
—No importa —dijo Laurel, apoyando la tabla del pan en la mesa—. Creo que podré sobrevivir sin ella.
Los recuerdos no viven en un objeto concreto, sino en las manos libres, perdonadas y liberadas, y en el corazón que puede vaciarse y llenarse de nuevo; en los motivos renovados por los sueños.
Laurel pasó junto a Fay, avanzó hacia el vestíbulo y cogió su abrigo y su bolso. Missouri llegó corriendo por el porche justo a tiempo para entregarle la maleta. Laurel la cogió rápidamente, bajó deprisa los peldaños y fue hacia el coche, donde la esperaban las damas de honor, sujetando la puerta abierta para que entrara, y apremiándola con impaciencia.
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