martes, 21 de noviembre de 2017

El Reino (Emmanuel Carrère)

Emmanuel Carrere



“El Reino” es uno de los últimos libros del gran escritor francés, y al que personalmente considero el mejor escritor contemporáneo francés, Emmauel Carrère. En este libro, su más reciente, hace un estudio muy juicioso e incisivo sobre las escrituras y las confronta con la evidencia histórica, con la lógica, con su ingenioso y fino humor. Por supuesto, como él siempre lo hace, desde la primera persona, y en esta oportunidad con apartes biográficos, donde explica su proceso y evolución personal con respecto a sus propias creencias

El libro entra dentro de varios géneros, desde la novela histórica, el ensayo y la autobiografía. Con cinco grandes capítulos, que se alternan a la vez con distintas épocas, lugares y personajes. Iniciando con “Una crisis. París. 1990-1993”, donde nos habla Carrère directamente sobre su crisis de fe. Siguiendo, y retrocediendo en el tiempo con “Pablo. Grecia. 50-58”, donde el autor nos lleva a indagar en las figuras de los discípulos, que a la vez fueron los autores de la Biblia. Este capítulo va muy unido con el siguiente, “La investigación. Judea. 58-60”, donde Carrère continúa la indagación y la investigación rigurosa e histórica sobre lo que en realidad ocurrió en esa época, y contrastar el entorno de ese tiempo con lo que los evangelistas escribían. 

En este punto, es importante resaltar que el tema interesó tanto al autor, porque precisamente Emmauel Carrère fue seleccionado para un proyecto de hacer una nueva traducción de la biblia al francés. Debido a esto, tuvo mucha documentación a su mano, él mismo investigó mucho, y este libro es el resultado de sus indagaciones, y de cómo en el proceso lo fue afectando, al encontrarse curiosamente con el mismo proceso de construir ficciones, y de ordenar, completar y adornar, como se hizo en el pasado. El autor menciona en un momento al historiador y filólogo Ernest Renan, quien publicó un libro llamado “La vida de Jesús” en el año de 1863, que generó un gran escándalo. El autor comparte con el lector los descubrimientos de este libro y extrae lo más curioso para su propio análisis. 

Otro de los capítulos tiene por título, “Lucas. Roma. 60-90”, en donde sigue indagando la vida de los evangelistas, y su opinión personal de cada uno, Pedro, Pablo, Lucas… Incluso se llega a comparar la escritura de uno y de otro, y como algunos alteraban las versiones de otro. Cómo cada discípulo daba su toque a cada libro, y Pedro finalmente modificaba todos, lo que no le parecía correcto. En uno de los fragmentos dice: 

“La mayoría de la gente hoy cree que “evangelio” designa un género literario, el relato de la vida de Jesús, y que Marcos, Mateo, Lucas y Juan escribieron los Evangelios como Racine tragedias o Ronsard sonetos”. 

Y también menciona que Marcos escribía de forma más real y cruda, ya que se centraba, analizaba y retrataba con efectividad la forma como hablaba Jesús en realidad, así mismo sus actos, pero que Lucas posteriormente los editaba, porque le parecían muy inapropiados o violentos. En otro de los episodios del libro, recuerdo que el autor menciona y describe un pasaje en donde Jesús hace un ritual donde devuelve la vista a un hombre. Pero el ritual es curioso porque Jesús utiliza hierbas, distintos elementos y su propia saliva, haciéndolo parecer como un mismo chamán, pero posteriormente nos dice que esa versión fue cambiada y editada, dejando por ejemplo, que Jesús devolvió la vista con solamente imponer sus manos sobre los ojos del hombre.    

Con respecto al libro de Ernest Renan, “La Vida de Jesús”, el autor dice:

“Pero La Vida de Jesús es sólo la parte visible del iceberg. Lo más apasionante son los seis volúmenes siguientes de la Historia de los orígenes del cristianismo, donde hace la crónica detallada de una historia mucho menos conocida: el modo en que una pequeña secta judía, fundada por unos pescadores analfabetos, unida por una creencia absurda por la cual  ninguna persona razonable hubiera dado un sestercio, devoró desde el interior, en menos de tres siglos, al imperio romano y, contra toda verosimilitud, perduró hasta nuestros días”.

Pero comentaba en el inicio, además de este estudio riguroso sobre las escrituras, con sus finas anotaciones, Emmauel Carrère nos habla también de su vida, de cosas banales pero que representan pasajes muy divertidos, como por ejemplo, cuando compara la inspiración del cuadro femenino de una deidad con su experiencia personal viendo pornografía. Pero además de su vida, con sus detalles más íntimos, existenciales y banales, también nos habla de su misma obra. De hecho, me gustaron mucho las partes en que se dedica a hablar de varias de sus famosas y estupendas novelas anteriores, “Una novela rusa”, “De vidas ajenas” y “El Adversario”. Sobre esta última menciona en uno de los fragmentos:    

“No tengo derecho a quejarme, nadie me obligó a hacerlo, pero conservo de los años dedicados a escribir El adversario el recuerdo de una larga y lenta pesadilla. Me avergonzaba de que me fascinase esta historia y este criminal monstruoso, Jean-Claude Romand. Con la distancia, tengo la impresión de que lo que tanto me asustaba compartir con él lo comparto, lo compartimos él y yo con la mayoría de la gente, aunque la mayoría de la gente no llega, por suerte, a mentir durante veinte años ni acaba matando a toda su familia. Creo que hasta los más sólidos de nosotros experimentan con angustia el desfase entre la imagen que bien o mal se esfuerzan en proyectar a los demás y la que tienen de sí mismos en el insomnio, la depresión, cuando todo vacila y se agarran la cabeza entre las manos, sentados en la taza del retrete. Hay en el interior de cada uno de nosotros una ventana que da al infierno, hacemos lo que podemos para no acercarnos, y yo, por mi cuenta, he pasado siente años de mi vida estupefacto de esa ventana”.  

Y luego de ese mismo párrafo, cuenta sobre su intercambio de Cartas, así como lo hizo Capote, con Romand en la cárcel, el cual se había convertido al cristianismo. Y en una de las cartas Romand le preguntó a Carrère si era cristiano, y Carrère mintió diciendo que sí. Quizás para acercarse más el favor Romand.

“Entonces lo que yo llamo ser cristiano, lo que me indujo a responder que sí, que yo era cristiano, consiste simplemente en decir, ante la duda abismal de Romand: ¿quién sabe? Consiste, estrictamente, en ser agnóstico. En reconocer que no lo sabes, que no puedes saberlo, porque es indecible, en no descartar totalmente la posibilidad de que Jean-Claude Romand tenga que lidiar en el secreto de su alma con algo distinto al mentiroso que lo habita. Esta posibilidad es lo que llamamos Cristo, y no fue por diplomacia por lo que dije que creía en él, o intentaba creer. Si Cristo es eso, incluso puedo decir que sigo siendo creyente”. 

El último capítulo se titula, “Epílogo. Roma, 90-París, 2014”, en este el autor realiza una síntesis sobre todo lo que ha tratado anteriormente, las escrituras, las ficciones, su obra, su vida, y analiza el significado de “El Reino”. Y comparte con el lector su fascinación e interés con distintas parábolas bíblicas, y sus oscuros significados o evidencias. Específicamente, con la parábola de El hijo pródigo, cuenta cómo siempre le ha impresionado esa historia, y cómo se las contaba a sus amigos para compartir sus opiniones:   

“En los últimos tiempos, cuando se acerca el fin de este libro, cada vez que unos amigos vienen a mi casa les pregunto qué piensan de esta historia.

Se las leo en voz alta y todos se quedan desconcertados. El perdón del padre les conmueve, pero la amargura del hijo mayor les turba. Habían olvidado la parábola. La consideran legítima. Algunos tienen la impresión de que el Evangelio se mofa de ella. A continuación les leo la historia del intendente granuja, después la de los jornaleros de la undécima hora, y tampoco comprenden lo que quieren decir. En una fábula de La Fontaine sí lo comprenderían, sonreirían ante una moraleja amoral y ladina. Pero no es una fábula de La Fontaine, es el Evangelio. Es la palabra última sobre lo que es el Reino: la dimensión de la vida en que trasparece la voluntad de Dios. 

Si se tratase de decir: “La vida en este bajo mundo es así, injusta, cruel, arbitraria, todos lo sabemos, pero el Reino, ya verán, es otra cosa…” Nada de eso. No es en absoluto lo que dice Lucas. Él dice: “Es así, el Reino”. Y, como maestro zen que ha enunciado un koan, te deja que los descifres”. 


En síntesis, es una lectura fascinante que contiene todo lo bueno de este brillante autor. Que no teme a tratar temas, a tocar llagas, a explorar la naturaleza y oscuridad del ser humano, y sobre todo exponerse a sí mismo en su obra para hallar respuestas del exterior, sobre otras personas y sobre sí mismo. Lo recomiendo, porque narra con mucho humor muchos temas, y explora un tema tan delicado como el proceso de desarrollo de las escrituras, con una investigación rigurosa detrás, que le permitió descubrir cómo la ficción siempre ha estado y estará presente en nuestras vidas. Puede que en algunos pasajes de las escrituras, donde ahonda en las figuras y las vidas de los evangelistas se vuelva un poco pesado, pero creo que ese detalle evidencia lo riguroso de la documentación, que expone información importante y real sobre la existencia de esos personajes bíblicos en su paso por la tierra.   


8/10



Comparto otro de los primeros fragmentos de la lectura:


"Lo que los romanos denominaban "religio" tenía poco que ver con lo que nosotros llamamos religión y no entrañaba la profesión de una creencia ni una efusión del alma, sino una actitud de respeto, manifestada mediante ritos, hacia las instituciones urbanas. A la religión tal como nosotros la entendemos, con sus prácticas extrañas y sus fervores inoportunos, la llamaban desdeñosamente "superstitio". Era algo de orientales y de bárbaros, a los que se les permitía que se entregasen a sus ritos siempre y cuando no alterasen el orden público. Ahora bien, a Pablo y a Silas los acusan de alterarlo, y por eso los tolerantes magistrados de Filipos ordenan que se les despoje de la ropa y que los azoten, los muelan a palos y, para acabar, que los encarcelen con cadenas en los pies".

(Fragmento de "El Reino", de Emmauel Carrère)



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